

Imágenes que nos dejó el Mundial
Alentando a Bangladesh
A 16.000 kilómetros de Buenos Aires, banderas celestes y blancas cubren las ciudades de Bangladesh apoyando a la selección. Del amor por Diego, como símbolo del héroe contra el imperialismo inglés que los oprimió por décadas, hasta la pasión por Messi, un producto del fútbol global que conectó historias nacionales y familiares. Como parte de la cobertura mundialista de DEPORTV, Mundo Leo estuvo presente acompañando desde Dhaka a una multitud que celebró con Messi, por Diego y acercó a dos pueblos que tienen en común más de lo que creían.
Publicado: 28.2.2023
Por: Fernando Duclós
Categoría: Apuntes
Hasta que comenzó junio, 1986 no era un buen año para Bangladesh. A principios de mayo, el país asiático celebró unas elecciones que no fueron reconocidas por uno de los partidos mayoritarios, el BNP. A finales del mismo mes sucedió algo terrible: el ferry de pasajeros MV Shamia se hundió mientras navegaba en el río Meghna, más de 600 personas murieron ahogadas. La sociedad se sumió en un luto desconsolado, en un contexto de penuria económica creciente. Todo parecía empeorar cada día. El futuro se preveía sombrío. Pero entonces apareció un tal “Diego”, y surgió la luz.
El último día de mayo, a miles de kilómetros del océano Índico, en el México bañado por el Pacífico y el Atlántico, se empezó a disputar el Mundial de fútbol. Y aunque en Bangladesh el principal deporte era –y continúa siendo- el cricket, lo que sucedía en el país de los mariachis despertó la atención de mucha gente, muy necesitada de entretenimiento y distracción. Por primera vez, además, la TV transmitiría en color algunos partidos. El equipo nacional no participaba de la competencia y por eso, muchas personas –en su gran mayoría, hombres- eligieron otras selecciones para alentar.
En aquel junio de 1986, Diego inventó a Argentina. Antes de su irrupción, casi nadie sabía nada sobre nuestro país, y menos que menos en el sur de Asia.
Dolores del pasado colonial
Antes de llamarse Bangladesh, durante algunos años su nombre fue Pakistán Oriental, pero previamente había sido parte de la India británica. Los ingleses se retiraron del subcontinente en 1947 y, en su desorganizada huida, se habían conformado dos estados en lo que durante dos siglos había sido una sola colonia: India y Pakistán. En India, la población era mayoritariamente hinduista; reverenciaba a Shiva, Vishnu, Krishna y otras deidades. En Pakistán, la fe principal era el islam; los fieles se entregaban a Alá. Pero había un problema: Pakistán, desde su inicio, se creó dividido en dos partes, y sin conexión geográfica de una con la otra. La mitad occidental se ubicaba en la región del Punjab y la otra –a miles de kilómetros de distancia- en la bahía de Bengala, más al este. El día que los orientales se cansaron de que los gobernaran desde otras tierras, comenzó una guerra terrible que culminó con la independencia de la parte que se consideraba oprimida. Y en 1971, así, nació una nueva nación de bandera verde y roja. Su nombre, en idioma local, se traduce como “la tierra de los bengalíes”.
Antes de aquel conflicto, de todas formas, la región había sufrido un flagelo mucho peor, el de la dominación, opresión y racismo de los amos británicos. Para muchos hombres y mujeres, por caso, todavía estaba fresca la memoria de la hambruna de 1943, 28 años antes de la independencia, cuando Inglaterra había usado los frutos de la cosecha local para alimentar a sus soldados en Europa. Muchos campesinos vieron entonces cómo su trabajo de varios meses, dándole vida a la tierra, era sustraído en pocos segundos y trasladado rumbo a otro continente. Ellos, pese a haber trabajado el suelo con sus propias manos, se quedaron sin comida. En aquel año, más de tres millones de bengalíes murieron de inanición.
Por eso, en aquel año aciago de 1986, el 22 de junio fue un día especial. Argentina, un país casi desconocido, también del sur del mundo, jugaba en cuartos de final del Mundial contra Inglaterra: el amo todopoderoso, temido y odiado; los inventores del deporte. Los recuerdos de la hambruna estaban muy presentes. Y aquella tarde, ya lo sabemos, apareció Diego, con su creación inolvidable y magistral y su corrida mágica rumbo a la historia. Desde entonces, en un contexto nacional complicado, y gracias a las imágenes que llegaban desde el otro lado del planeta, Bangladesh se volvió hincha de Maradona y, por extensión, de la albiceleste. Un jovencito de rulos, bajito y morrudo, había derrotado al opresor y así, contagiado un poco de alegría a una nación sufriente. La luz había aparecido. Y ya nunca se volvería a apagar…
En aquel mes de junio, Diego inventó a Argentina. Antes de su irrupción, casi nadie sabía nada sobre nuestro país, y menos que menos en el sur de Asia. Pero él creó una nación nueva: le dio identidad, la asoció con dos colores, con una forma de ser. Para el Mundial de Italia, en 1990, los bangladeshis se volcaron, con buena memoria, otra vez por el celeste y blanco. El fútbol atraía a cada vez más personas, en una nación amante del cricket que ya miraba con cariño a la número cinco. Un medio local reseñó que, en 1994, cuando Maradona fue suspendido por doping positivo, una estatua de Joao Havelange, entonces presidente de la FIFA fue destruida en la región de Jessore, al sur de la nación. Un abogado, incluso, se animó a demandar a la entidad madre del fútbol por daños morales: sin el argentino, el campeonato no valía la pena.
Desde ese mágico noviembre, con la consagración definitiva de Messi y la selección argentina, los destinos de Bangladesh y de nuestro país están unidos.
El legado y el heredero
Muchos padres y madres bangladeshis, así, crecieron amando a Maradona. La pasión fue similar en la India, un país que también habría sufrido el destrato colonialista. Y cuando, por la implacable lógica del tiempo, poco a poco, la estrella del Diego empezaba a menguar, apareció su sucesor, enfundado en los mismos colores. La generación anterior, que había adorado a un 10, le transmitía a la nueva su fanatismo por otro: Lionel Messi. Mismas gambetas, mismo origen, mismo amor por el fútbol. Mismo país.
El crecimiento de Messi, con el Barcelona y con la Selección Argentina, fue seguido en Bangladesh con muchísima atención. Por diferentes razones muy complejas de analizar (falta de espacio, alimentación, infraestructura, etc.), el país no contaba con una liga local fuerte ni una selección nacional competitiva. Y por eso, la gente apoyaba a jugadores de otras latitudes. De hecho, a partir de la década del ’90, también Brasil consiguió muchísimos adeptos. A las personas les atraía el estilo vistoso del conjunto “verdeamarelo”, la identificación con una nación emergente y la despreocupación a la hora de jugar. En un mundo cada vez más interconectado, con teléfonos celulares, computadores y transmisiones internacionales en vivo, se comenzó a forjar una suerte de clásico sudamericano en tierras del Indostán, a orillas del Ganges, en las tierras planas que miraban al Himalaya.
Las redes sociales, ya bien entrado el 2000, hicieron el resto. Messi se convirtió, cada vez más, en un héroe popular también en Asia. Incluso, fue a jugar a Bangladesh en 2011, en una gira de la selección que dirigía Alejandro Sabella, y fue recibido como un ídolo, aunque sin la efervescencia que vendría después. Los Mundiales de 2014 y 2018, en Dhaka, capital de un país superpoblado que cuenta con 170 millones de personas y una densidad superior incluso a la India, se siguieron con muchísima atención, pero terminaron en sendas frustraciones. Al contrario que sí lo había hecho Maradona, el mito argentino no podía ganar el Mundial. Los padres bangladeshis les explicaban a sus hijos lo que había sucedido en 1986, pero estos no lograban dimensionarlo. Los recuerdos, lentamente, se iban perdiendo, no lograban actualizarse y se volvían, así, cada vez más etéreos y borrosos…
Hasta que llegó 2022, el año que cambió todo para siempre. Y Bangladesh, una vez más, se volcó masivamente a las calles a alentar a la selección de Messi: al héroe y sus laderos, en su última oportunidad, esta vez en tierras árabes. Argentina avanzaba, se mostraba cada vez más sólido, la ilusión crecía y la gente salía en masa: a ver los partidos en pantalla gigantes, a celebrar, a abrazarse y festejar. No importaba que los juegos se disputaran a las 3 de la mañana en el horario local, tampoco que la economía del país se desinflara un poquito más cada día, menos que menos los cortes de luz o la lejanía entre ambos países. Dhaka se pintó de celeste y blanco y la globalización hizo su magia: un día, todos los argentinos se enteraron de que a más de 16.000 kilómetros de distancia había un pueblo que los apoyaba sin reservas: que quería a Lionel tanto como lo queríamos nosotros, que amaba también a Maradona, que se alegraba con nuestras victorias y se amargaba con las derrotas. Mucha gente que no conocíamos y que, desinteresada y sinceramente, se enfundaba en nuestros colores. La unión se consumó, fueron varios flechazos a primera vista. El sol amarillo de la bandera argentina y el rojo de la bangladeshí se entrelazaron. Hombres y mujeres de La Pampa, Chubut, Mendoza se empezaron a enterar de lo que sucedía en Dhaka, Sylhet o Chittagong. Y ya no hubo vuelta atrás.
Desde ese mágico noviembre, con la consagración definitiva de Messi y la selección argentina, los destinos de Bangladesh y de nuestro país están unidos. Gracias al fútbol y la pasión de tantos hinchas, Argentina abrirá su embajada en Dhaka, se acelerarán intercambios comerciales y muchísima gente viajará. Un país que nos resultaba extraño ya se nos volvió hermano. Todo empezó con un muchacho de Fiorito, hace ya más de tres décadas, y siguió con otro, nacido en Rosario, que heredó su puesto en el olimpo mundial. Y no tenemos duda de que, como dice la canción, Maradona, al mirar desde el cielo, también agradeció a esos millones de anónimos que, en un país de nombre extraño, nos apoyaron como si hubieran nacido en nuestras tierras.
Los padres bangladeshis les explicaban a sus hijos lo que había sucedido en 1986, pero estos no lograban dimensionarlo. Hasta que llegó 2022.
Mundo Leo
Deportv
Esta nota fue escrita por

Fernando Duclós
Fernando Duclos (Buenos Aires, 1986) es un periodista y escritor más conocido por su nombre en redes sociales: Periodistán. Si bien trabajó en muchos medios, alcanzó notoriedad a partir de los relatos que hizo de sus viajes por lugares poco visitados por el turista promedio latinoamericano. Tiene publicados tres libros, con más de 15.000 ejemplares vendidos, el más reciente es «Un viaje a la India de carne y hueso».
tw: @Ferduclos
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