FILOSOFÍA

En el borde de los cuerpos

Para el sujeto contemporáneo, la división de cuerpo y mente –o de mente y alma– parecería ser una verdad irrefutable. Pero esta separación no es más que un constructo con una historia que es posible deshilvanar y cuestionar. Inspirada en la quinta temporada de Mentira la verdad, en la que Darío Sztajnszrajber comparte pantalla con el Ballet Folklórico Nacional, Carla Llopis desanda algunas nociones de esa historia en este texto.


Publicado: 21.10.22

Por: Carla Llopis

Categoría: Escenas


En el primer capítulo de la quinta temporada del programa Mentira la verdad, Darío Sztajnszrajber se mete con uno de los temas más controvertidos para la filosofía: el cuerpo. El programa comienza con una referencia al filósofo francés Jacques Derrida, quien dice que siempre que pensamos en la aparente e indiscutible función del ojo, le atribuimos la facultad de mirar, pero que no atendemos al hecho de que, si bien es cierto que por los ojos vemos, también por los ojos lloramos. Para explicar lo que nos pasa tendemos a nombrar las cuestiones referidas al cuerpo como si fuera una posesión. «Tener un cuerpo» es añadir una materialidad al ser que somos, «ser un cuerpo» es asumirse como una carne pensante. El lenguaje nos hace caer en la trampa de la impertinencia ontológica: somos «alguien» que tiene «algo» con lo que se manifiesta en el mundo. Y el problema es que si no tuviéramos ese «algo» no habría garantía de que podamos vivenciar el mundo, no sólo a través de las percepciones sensibles, sino a través de los movimientos psicológicos, emocionales, intelectivos. Detrás de toda ontología, siempre hay una fisiología. 

El cuerpo no existe. Cada vez que queremos explicarlo, abordarlo, encerrarlo en las palabras, se escapa. Escurridizo como un espectro, juega a las escondidas con los conceptos y asusta cuando se interpone entre el mundo y eso que percibimos como placer o dolor. Es un elemento sensible que siente, y que no puede liberarse de su relación con el mundo. Es una carne que habita en la oscuridad de un terreno preconsciente. Antes de que podamos afirmar que tenemos frío, calor o hambre, hay un cuerpo. Es previo a la materia, está más acá de lo simbólico o lo imaginable. Es una frontera, un límite impreciso, una trampa. El cuerpo es imposible. 

El cristianismo trajo la certeza de que el padecimiento es algo bueno, conveniente. Pero el cuerpo, por su naturaleza, tiende al placer, evitando el dolor.

Cada vez que queremos referirnos al cuerpo necesariamente lo hacemos respecto de la corporalidad, que es el cuerpo ya traducido, intervenido por los lenguajes de la sensibilidad y la razón, texturado por todas las explicaciones que lo aprietan en un marco conceptual que le queda chico. Un cuerpo que puede descifrarse es corporalidad. 

A partir del platonismo y su versión actualizada, el «cristianismo», la materialidad de la condición humana ha sido denostada, rechazada, asociada a lo insuficiente, lo condenatorio, lo lamentable e ineludiblemente perecedero. La primera noción del cuerpo partido es la versión carcelaria de Platón, quien no sólo afirmó que el alma habitaba dentro de un cuerpo, sino que ella era definitivamente superior a él. Nadie puede oponerse a la innecesaria duplicación de los entes, pero tal vez podamos cuestionar la jerarquización. Es decir, suponer que el cuerpo es animado por una sustancia de índole inmaterial tal vez sea innecesario, pero no peligroso; el problema surge al determinar que el alma es eterna mientras el cuerpo es mortal, que el alma tiende a las esencias de las cosas mientras el cuerpo es concupiscente y miserablemente deseante. 

El cristianismo añadió un componente más a la experiencia del propio cuerpo: la concepción del dolor como una garantía para acceder al Reino de los Cielos. La polémica frase de Jesús en las Bienaventuranzas «Felices los que sufren» trajo no sólo la promesa de que una vida llena de sufrimiento podía convertirse en el camino a la felicidad eterna, sino también la certeza de que el padecimiento es algo bueno, y por qué no, conveniente. Pero el cuerpo, por su naturaleza, tiende al placer, evitando el dolor. Entonces, habrá que trabajar mucho sobre los cuerpos para someterlos a una domesticación feroz, al punto de negar las necesidades básicas. Tal es el caso de los ermitaños que se alejaban de las ciudades a vivir en absoluta austeridad, con ropas andrajosas, durmiendo en cuevas frías, y contando las migas de pan y los dos sorbos de agua que consumían por día. Los propagadores del ascetismo, que cuestionaban hasta el baño corporal, considerándolo una frivolidad demoníaca, afirmaban que había una proporción directa entre la salvación gloriosa en la otra vida y el martirio en esta. La legitimación del sufrimiento ya era un hecho, la cultura del sacrificio estaba consolidando sus cimientos, y la metáfora de las ovejas siguiendo al pastor ya constituía el fundamento de la dominación político-ideológica. 

Para Foucault, la sociedad disciplinaria produce cuerpos políticamente dóciles y económicamente rentables. Así es que el cuerpo, amoldado a la hegemonía, se vuelve funcional, es decir, inauténtico.

Fue René Descartes quien creó el argumento en favor del dualismo, afirmando a partir de su «pienso, entonces existo» que él mismo existía como una «cosa pensante». Y que esa cosa pensante estaba dentro de una «cosa extensa», ni más ni menos que «su» propio cuerpo. Como era de esperar, tuvo serias dificultades al tener que explicar dónde y cómo se vinculaban ambas «cosas», ya que aparentemente una animaba a la otra. Esto no podía dejar de insinuar que había algo material en el alma y algo inteligible en el cuerpo. No obstante, la separación quedó arraigada en el pensamiento físico-mecanicista que caracterizaría a la posterior ciencia moderna. 

El dualismo cartesiano habilitó la fragmentación de los cuerpos, de la mano de la fragmentación de los saberes. Cuando visitamos un médico clínico sabemos que nos iremos con varios papelitos con las correspondientes derivaciones a los especialistas en distintas partes de ese cuerpo enfermo, que solo quería que lo interpreten con una mirada. Esta segmentación del cuerpo no le ha quitado unidad, sino que se la ha conferido bajo la significación de una máquina. Si la máquina funciona bien está sana, y si presenta una anomalía en su rendimiento es porque hay que repararla. Está claro que la interpretación de un cuerpo orgánico, simétrico, útil, potencialmente productivo, ya es, en sí misma, una metáfora disciplinadora, que no reconoce la particularidad intransferible que cada cuerpo presenta. 

En la antípoda de este pensamiento se encuentra la fenomenología de Merleau -Ponty, que considera al cuerpo como «ser-en-el-mundo», recuperando la experiencia primera, previa a la articulación del pensamiento. El cuerpo no puede pensarse como una cosa extensa en oposición a una cosa pensante, sino que funciona como vehículo de una relación de co-implicación con el mundo. El cuerpo es ambivalente, es sujeto y objeto a la vez. Es una comunión cuerpo-mundo, que se revela en la facticidad de la «carne», en la que la condición de sentida y sintiente demuestra que hay algo de la materia del mundo que está en la carne y algo del tejido de la carne que está en el mundo. Puedo observar un objeto desde distintos puntos de vista, pero en el caso del cuerpo no puedo cambiar la perspectiva; cada vez que pienso al cuerpo propio es imposible concebirlo como ausente. Aún frente a un espejo, lo que observo es un simulacro del cuerpo táctil que vivo. No es un objeto más entre las cosas, sino que está de este lado de mí. Sirve de sostén al fondo de las cosas que percibo, las cuales no existirían sin mi cuerpo. Mi cuerpo no percibe, pero está construido en torno de la percepción; sólo sé que no puedo percibir sin su permiso, pero una vez que aparece la percepción, el cuerpo se invisibiliza.

Ahora bien, ese cuerpo invisible es una superficie donde se inscriben los sucesos, los lenguajes, la historia, las ritualidades, los valores morales, los hábitos. Estas impresiones funcionan como la sábana que se le echa a un fantasma para volverlo visible, y una vez que se lo identificó, esa masa antropomórfica no es ni más ni menos que la corporalidad. Pero justamente porque su vestido es un entramado de lenguajes que lo interpretan, no puede ser neutra. Así como no podemos percibir un cuerpo sin su relación con el mundo, no podemos percibir una corporalidad si no es dentro de una multiplicidad de relaciones de poder. 

Michel Foucault enunció que no se puede pensar los cuerpos fuera de las fuerzas que tensionan la constitución de la salud, la sexualidad, el comportamiento social y los patrones de normalización. Entre los adultos y los niños, los varones y las mujeres, las diversidades sexogenéricas, los médicos y los pacientes, los maestros y los alumnos, se tejen sofisticadas urdimbres de dominación, redes de bio-poder. Las instituciones se ocuparán, entonces, de delimitar los márgenes de la «normalidad», y dentro de ella, los placeres legítimos, la moderación, las diferentes acepciones del amor, las conductas apropiadas, la adaptación al sistema. Amaestrar los cuerpos es normalizarlos, amalgamarlos a un sistema de producción no sólo de mercancías, sino también de significados. 

No obstante, los cuerpos domesticados resisten. Por más que estén amordazados y maniatados, visibles sólo cuando son vigilados por otro, los cuerpos generan opacidades, surcos que hacen que la vivencia del cuerpo propio se escape de la dominación. A los dóciles y rentables se les oponen los rebeldes, a veces considerados anormales, monstruosos, antinaturales, merecedores del castigo o la exclusión. Y para ellos hay un dispositivo encargado de volverlos hegemónicos, curarlos, normalizarlos, a través de la farmacología, las prótesis, las cárceles y las instituciones psiquiátricas. 

La sujeción de los cuerpos nunca es absoluta ni completa. Aunque el cuerpo es el lugar donde se plasman las relaciones de poder, es también el campo de batalla de la des-sujeción. Si dejamos de entender al poder como algo malo, y lo comprendemos como un productor de discursos y saberes, surge el juego estratégico de las libertades, que definen los dispositivos y las tecnologías del campo social. Un dispositivo es una red de lenguajes, instituciones, diseños espaciales, reglas, leyes, enunciados científicos, morales o filosóficos, que pertenecen tanto al ámbito de lo dicho como al de lo no dicho. Para detectarlo, ya que no se trata de un modo específico de control, es necesario analizar las prácticas singulares que regulan y respaldan fantasmagóricamente a los cuerpos. La sociedad de control no es una cárcel llena de administradores del castigo físico y la penitencias; más bien es un colchón en el que nos deslizamos con cierta comodidad, sabiendo que su blanda superficie puede hacer que nos caigamos al «afuera» que, como todo lo que se sale de los bordes, es entendida como la «marginalidad». 

¿Puede un cuerpo normativizado caer por fuera de sí mismo? O mejor, ¿se puede caer hacia adentro? Un cuerpo emancipado debería implosionar antes que huir de la normatividad. Sólo así podría volver a sí mismo en una experiencia originaria. Pero tal operación pone en riesgo la corporalidad, y con ella, la disolución de la identidad biográfica. 

 Pero ¿quién delinea los bordes? El sistema productivo de consumo, la sociedad capitalista, la moral de raíz religiosa, el armazón alienante que estimula al éxito y la satisfacción. Parafraseando a Foucault, la sociedad disciplinaria produce cuerpos políticamente dóciles y económicamente rentables. Así es que el cuerpo, amoldado a la hegemonía, se vuelve mercancía, reproductor de demandas, funcional, es decir, inauténtico. Realiza la performance que le ha sido asignada según su rol: varón, mujer, bueno/a, honesto/a, trabajador/a, corregido /a por la ortopedia social, que eficientemente evitará una construcción simbólica de sí mismo/a.

Mentira la verdad. Filosofía con el cuerpo
Canal Encuentro

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Esta nota fue escrita por

Carla Llopis

Es licenciada en Filosofía (UBA) y doctoranda en Artes (UNA). Coreógrafa, directora de teatro, docente e investigadora en artes escénicas. Dirigió, compuso y escribió, entre otras, las obras Palo y a la bolsaMe acosté con la cabeza mojada y Por qué la noche. Se desempeña como docente en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD) y en la Universidad Nacional de las Artes. Su área de investigación es la corporalidad en las artes escénicas contemporáneas en sectores vulnerables.

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