Un derecho de las infancias

Un mapa de sueños para que no se duerman las ilusiones

Soñar es un derecho de las infancias, pero un deber para las personas adultas: es preciso soñar contra toda tiranía, dentro o fuera de nuestros cuerpos, porque la libertad que vale la pena es la libertad de soñar”. Isabelino Siede nos invita a pensar en los sueños a partir del Mapa de sueños, el micrositio realizado por PakaPaka junto a UNICEF para que las infancias sumen nuevos sueños a la democracia.


Publicado: 13.4.2023

Por: Isabelino Siede

Categoría: Apuntes


Hay quienes miden la infancia en años o en alturas, creen que desaparece cuando una persona crece, madura o aumenta de tamaño. Pero eso es sólo la parte exterior de lo que llamamos infancia, que se cobija algo menos nítido e intangible, lo que la infancia es y hace en cada uno de nosotros: la lana con la que se teje la infancia está hecha de sueños.

Las ilusiones encienden y dan sentido a la infancia. Por eso agonizan las infancias de niñas y niños cuando se les niega la posibilidad de soñar, cuando la realidad golpea tan fuerte que el futuro se nubla y las ganas se achican a la sobrevivencia de cada día. Al contrario, se fortalece la infancia en gente adulta que alimenta cotidianamente su madeja de sueños, los mastica, los riega, los reparte a manotazos o los escupe en la cara de quienes dejaron de soñar para construir murallas y vestir corazas de refugio individual ante la intemperie del mundo.

Soñar nos iguala y nos diversifica, porque toda la gente tiene un desafío onírico, pero cada quien sueña lo que quiere o lo que puede. Hay sueños-magia, que sacan de la galera cosas que ni siquiera sabíamos que estaban dentro de nuestras cabezas. Hay sueños-mugre, que intentamos barrer pero siempre vuelven a aparecer, para bien o para mal, cuando menos los esperamos. Hay sueños-rabia, que gritan en el silencio de cada noche lo que no nos animamos a decir durante la vigilia. Hay sueños-dulcedeleche, que no queremos que se terminen nunca. Hay sueños-espejo, que nos muestran lo que querríamos no ver de quienes somos. Hay sueños-tuerca, que dan vueltas y vueltas sobre cosas que ya creíamos olvidadas, pero siguen atornilladas a nuestros sentimientos. Hay sueños-barrilete, que nos muestran el lugar donde vivimos desde un ángulo novedoso. Hay sueños-piedrita, que vamos pateando poco a poco hacia adelante mientras tratamos de que se cumplan. Hay –y estos pueden tornarse peligrosos– sueños-piojo, que saltan de cabeza en cabeza hasta transformarse en sueños colectivos. Con esos habrá que tener cuidado porque, si los dejamos que hagan lo que quieran, pueden cambiarnos el mundo.

La democracia quizá no sea mucho más que eso: una trama de sueños que caminan codo a codo y dibujan el mapa de los itinerarios posibles.

Hoy se cumplen cuatro décadas de un sueño compartido que nos animamos a soñar mientras repiqueteaban los tacos en desfiles marciales sobre calles desiertas, cuando aún resonaban los gritos en las mazmorras de la dictadura, cuando miles desparramados por el mundo lloraban en silencio su exilio forzado, cuando mirar de frente podía ser sospechoso y hablar bajito se nos hizo costumbre. Lo empezamos a inventar en sigilo, porque vivíamos una pesadilla. En ese sueño habitaba una democracia sin botas opresoras, una democracia donde fueran prioridad la salud, la educación, la palabra franca y las manos trabajadoras.

Algo de aquel sueño se nos hizo realidad, pero se fue volviendo un sueño-chicle, de esos a los que tanto masticar les quita el gustito, que sólo sorprenden de vez en cuando porque se hacen globo vistoso, pero después se apagan entre los dientes. Y dejó de ser sueño-piojo, dejó de picarnos cotidianamente, dejó de saltar entre las cabezas. A veces, a esos sueños rebeldes no los mata el despertador, sino la rutina.

Cuando las personas adultas nos olvidamos de soñar, necesitamos aprender de nuevo a hacerlo como chicas y chicos. Tenemos que darnos el permiso de soñar lo que las niñeces sueñan, porque es su derecho. Y podremos recorrer un mapa hecho de sueños entrelazados, un mapa inquieto y sin guías de turismo, un mapa por el cual transitar sin apuro por llegar pero con la obligación de ir avanzando.

Los sueños son virus atrevidos y persistentes que entran sin golpear la puerta y se instalan, sin permiso, hasta infectar cada célula de niñeces rebeldes.

La democracia quizá no sea mucho más que eso: una trama de sueños que caminan codo a codo y dibujan el mapa de los itinerarios posibles. A veces hay peleas entre sueños que no encastran bien, ya sea porque algunos sueños les tapan la luz a otros o les impiden respirar, o, simplemente, porque pujan en direcciones distintas. Eso también es la democracia: un lugar donde los sueños se echan a rodar hasta lograr que muchas voluntades se les sumen, o hasta entender que otros sueños encienden mayores entusiasmos y congregan más ganas.

Hace cuarenta años que empezamos a construir esa democracia que le arrebatamos a una dictadura horrenda. Los primeros años fueron duros, pero nos movían las ganas, la ilusión y las expectativas de vivir mejor. Ahora que la dictadura va quedando muy atrás, miramos nuestra sociedad y encontramos algunos logros y mucho que no hemos logrado todavía. Entre los aciertos, hemos aceptado que somos muy diferentes y nos animamos a reconocer esa diversidad como algo que nos enriquece. Por eso, hay nuevas leyes que no obligan a nadie a esconderse ni a tratar de ser quien no es.

Del otro lado hay enormes desigualdades que nos duelen: mucha gente vive en la pobreza y no puede desarrollar su vida en condiciones adecuadas. ¿Se puede llamar democrática una sociedad donde unos pocos tienen mucho más de lo que necesitan y grandes mayorías sólo mastican angustia? Si la igualdad no empieza por los estómagos, difícilmente llegue a conquistar las cabezas y los corazones. En ese terreno, no hemos podido avanzar y las promesas de hace cuarenta años siguen pendientes.

La humanidad se hace grande cuando permite y promueve que cada cual ejerza su infancia sin tapujos y la traduzca en arte, en proyectos, en encuentros, en enseñanzas y aprendizajes.

Por eso, es hora de volver a soñar una sociedad más justa, donde la solidaridad sea moneda corriente y la integración un juego colectivo. No basta con soñar por las noches para mantener viva esa esperanza. Es menester soñar de día, caminando o en reposo, con los ojos cerrados y las orejas quietas o con ojos de ventanal y pabellones que giran como radar. Habrá que soñar con todo el cuerpo, con las manos trabajando y las cabezas imaginando nuevas formas de vivir. Habrá que soñar con seriedad, porque está en juego lo que somos y lo que podemos ser, pero también con creatividad, con desfachatez, con desparpajo, porque tenemos que inventarnos de nuevo.

Habrá que soñar contra toda tiranía, dentro o fuera de nuestros cuerpos, porque la libertad que vale la pena es la libertad de soñar, sin cadenas de hierro que nos dejen atados a lo que hay, lo que fuimos o lo que es posible. Habremos de soñar para preservar nuestras infancias y contagiar la alegría de seguir soñando sin pausas ni claudicaciones. Los sueños son virus atrevidos y persistentes, que entran sin golpear la puerta y se instalan sin permiso hasta infectar cada célula de niñeces rebeldes. La humanidad se hace grande cuando permite y promueve que cada cual ejerza su infancia sin tapujos y la traduzca en arte, en proyectos, en encuentros, en enseñanzas y aprendizajes. ¿Es un sueño? Puede ser, pero no es poca cosa, porque así comienza todo futuro.

Mapa de sueños
Pakapaka

Conocé uno de los sueños

Esta nota fue escrita por

Isabelino Siede 

Isabelino A. Siede es Doctor en Ciencias de la Educación (UBA) y Profesor de Enseñanza Primaria. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad Nacional de la Patagonia Austral. Ha publicado numerosos libros, artículos académicos y materiales de desarrollo curricular.

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